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Camión

Se apartó de la ventana y se fue a sentarse de nuevo a la silla. Si, habían pasado muchas cosas desde que fuera tan niño como el que estaba al otro lado de la ventana. En fin, la vida siempre ha dado muchas vueltas, y el futuro de uno mismo ningún niño lo ha acertado nunca, o al menos él no conoce a ninguno que haya sido, en la edad adulta, lo que siempre deseó de niño.

¿Qué quería ser él de niño? No lo recordaba hasta que un amigo le dijo no se qué de Dios. Si, ahora le venían a la memoria aquellos fantaseos con el presbiterado. Recordaba que le gustaba la forma de vivir de sus profesores. Dar clases, vivir todos juntos…

Claro que en aquel entonces aún no distinguía entre hombres y mujeres. Puede que la llegada de la pubertad, o igual mucho antes de ello, acabara con ese sueño infantil de ser cura, y comprendiera un poco mejor aquello de ser adulto, al menos en lo que al sexo se refería. Y es que el colegio de al lado del suyo, el de Santa Ana, estaba repleto de chicas con falda. Y eso, en un colegio repleto de niños, era la comidilla de todos los corrillos a la hora del recreo.

Pero a lo que vamos, que el caso era que desde que descubrió el sexo, él ya no se volvió a plantear nada sobre su futuro laboral. Eso estaba muy lejos, lejísimos, quedaba tan distante esa decisión, que incluso llegó a pensar que nunca se tendría que preocupar por aquello. Y así fueron pasando los años de la adolescencia, de trabajo en trabajo, de empresa en empresa, hasta que otro sueño de la niñez se le comenzó a presentar como una posible realidad, ser camionero.

Recuerda muy bien cómo estaba en la Cooperativa de Algemesí, y el primer día de entrar a trabajar allí, le llamaron a casa para ir a conducior un camión. A las cuatro de la tarde debía estar en Carlet, junto a un camión tráiler que iba camino de Alemania. Su madre fue presurosa al almacén y se lo comunicó. Era increíble, por fin aquella pequeña posibilidad se le presentaba.

A las tres y media, sin comer por los nervios y angustiado por la decisión que iba a tomar, se presentó en su futura empresa. Iba a trabajar de tironero, un simple ayudante del conductor, que servía para que el camión pudiera llegar el doble de rápido a destino, y que le permitiría aprender a conducir aquella máquina diabólica.

Iba a cobrar una miseria y compañía, pero qué más daba, iba a aprender el oficio que durante los últimos dos años le había reconcomido el interior, mientras se dejaba la salud en una fábrica de placas de escayola. La mili le dio la oportunidad de definir su futuro, y él tardó dos largos años en darse cuenta. Pero daba igual, más tarde que temprano, él se había dado cuenta de todo y ya estaba frente al que sería el primer camión que conduciría, un DAF, una marca de la que estaría ya enamorado de por vida.

Se sentó en la silla de nuevo y pensó en todo aquello. Ahora, desde la soledad que daba la inactividad forzada de una crisis, tras doce años de viajar por su país de lado a lado, en el oficio que creía lo acompañaría hasta la muerte esperaba él que dentro de muchos años, tras conocer antiguas ciudades como Tomelloso, que eran en realidad las raíces de su familia, tras descubrir que no le importaba aquello tan temible para algunos de dormir en la cabina de un camión, el destino lo había clavado a aquella silla en la que se había sentada de nuevo.

Se acordó de la cara que debió poner su entonces novia, ahora esposa, cuando el día en que se fue de viaje llamó a casa y su madre le dijo que se había ido a Alemania. Si, en aquel entonces los móviles no existían. Aún hoy ella se acuerda de aquello y al contarlo se ríe con aquella incerteza que contenía la pequeña posibilidad de que toda la relación estuviera a punto de acabar. Si ella que siempre dijo que no se casaría con un camionero, esa que ahora estaba a su lado mientras escribía el principio de la presentación de su vida. La misma de la que estaba enamorado. Ella no cumplió su palabra y se casó con él.

Ella le dio más en cinco años, de lo que tal vez él sería capaz de ofrecerle en toda su vida.

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