Es curioso cómo uno es capaz de contradecirse, a sí mismo, cuando consigue atender a salto de mata unas veces lo que su opinión peregrina sobre las cosas que lo rodean le dice, y otras, a la voz que desde su interior grita incansable con la razón y la cordura como únicas leyes inquebrantables.

Es curioso cómo servidor de ustedes puede ser capaz de asentir y felicitarse por las deportaciones de Gitanos-Rumanos en Francia para acabar con los asentamientos ilegales de éstos en las afueras de las ciudades, y cómo es capaz de llegar a escandalizarse cuando una Eurodiputada Francesa de la Derecha y otra política de la derecha Española, candidata a la presidencia de una región de su país, se pasean por las calles de un barrio pobre y marginal de una ciudad, al calor de los gritos de agradecimiento de sus vecinos que esperan, como agua de mayo, que otro Sarkozy desembarque en España.

Curioso también es el comprobar que todo lo que a uno le dijeron a cerca de la importancia que tenía sobre la humanidad el peso de su historia, el papel que ésta estaba llamada a tener en acontecimientos futuros, y la tristemente veraz predicción que reza que ésta, la historia, siempre tenderá a ser olvidada justamente por quienes más obligación tengan de recordarla, se torna repentinamente en una real y premonitoria acusación de nuestros antepasados hacia quienes tercamente sienten esa tendencia olvidadiza que reniega de la realidad y se encamina directa a cometer los mismos errores que nuestros antepasados.

También le resulta curioso a un servidor de ustedes que toda esta diserción incongruente que acabo de exponerles sea fruto de una lectura de una parte de la historia que hay presentada en un libro que ha caído en mis manos de forma fortuita y que enfermizamente relata los pasos que se siguieron en los albores del exterminio judío a manos de los nazis.

Que me claven en la cruz si lo que digo es que comparo las deportaciones nazis con las que ahora acometen los Franceses.

Pero leyendo el libro, que se titula ‘la sangre de los inocentes’, y revisando los últimos titulares de los periódicos de estos últimos días, uno se pregunta cómo puede ser posible que, hasta el más concienciado de los seres humanos, pueda verse arrastrado a engendrar odios raciales que lo rebajen al más vil y cruel de los instintos humanos, el odio al prójimo.

Quiero decir que tampoco estoy a favor de eso de la libre circulación de ciudadanos cuando éstos no trabajan y viven de la delincuencia.

Pero es que como ayer escuché en la SER en una entrevista de Gema Nierga a una Rumana-gitana, habría que preguntarse cómo hubiera sido nuestra vida si en vez de ser payos hubiésemos nacido en una zona marginal de Rumanía.

Cuales hubiesen sido nuestros pasos, nuestras formas de vivir, nuestras relaciones con los demás vecinos. De preguntarnos hasta qué punto el lugar de nacimiento condiciona la vida de cualquiera de nosotros, sus ideales, sus prioridades, sus creencias más profundas. Pero sobre todo, hasta qué punto ello es capaz de condicionar la percepción que tenemos del mundo que nos rodea.

Y he aquí mis contradicciones.

De un lado estoy a favor de las deportaciones. Del otro veo en ello el germen de un odio racial que no tolero pero que mi inclinación opinadora tiende a negar. ¿Se puede ser un racista y un ciudadano del mundo al mismo tiempo? ¿Se puede aceptar un ataque a un sector de la ciudadanía y al mismo tiempo defender la igualdad de todos los seres humanos?

¿Cómo demonios he llegado yo a sentirme en tan profundo desarraigo con mis propias convicciones con la simple lectura de un libro? Es sencillo, porque mis contradicciones las genera la sutil amnesia inducida a la que nuestros políticos nos tienen sometidos a diario. Solo por eso convivo con mis contradicciones.

Y ni si quiera tras escribir esta entrada soy capaz de condenar abiertamente lo que Francia está haciendo.

Y no lo hago porque en mi interior se que al final, si viviera en un lugar en donde se asentaran un centenar de gitanos-rumanos, mi deseo irrefrenable sería el de que éstos se fueran de mi ciudad. No atendería a razones solidarias y ni siquiera aceptaría la caridad humana como arma para luchar contra esa injusticia.

No lo hago porque certeramente se que en mi interior se esconde un germen que a todos nos acompaña y que nos condena del mismo modo que lo hizo la manzana del paraíso para los restos, el olvido de nuestra propia historia. Nuestra audaz capacidad para negarnos a nosotros mismos el darnos cuenta de que nuestros actos no son algo nuevo que la humanidad nunca había visto, sino más bien una simple repetición de la historia, esta vez sí con distintos protagonistas, pero con un fin común, el odio entre los seres humanos.

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