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Admiración e ira.

Sentado veía moverse las hojas de los árboles a voluntad del viento. Siempre había deseado renacer en la forma de uno de esos maravillosos seres vivos, que permanecían impasibles en el transcurrir de los años, y que desde su inusitada altura, observaban embobados los quehaceres diarios de esos diminutos seres, los humanos, que unas veces sin querer, otras queriendo, tanto mal les habían hecho a lo largo de su insignificante historia.

Lo miraba desde la altura, desde la razón que da el saberse más sabio, más viejo y más poderoso. Era extraño que algo tan insignificante, algo tan rematadamente irrisorio como aquel ser humano, se hubiese convertido finalmente en la espada de Damocles de toda la biosfera conocida. Si pudiera, se dijo, sacaría una de las raíces y lo aplastaría en este preciso instante.

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